«El Estado — dice Engels, resumiendo su análisis histórico — no es, en modo alguno, un Poder impuesto desde fuera a la sociedad; ni es tampoco ‘la realidad de la idea moral’, ‘la imagen y la realidad de la razón’, como afirma Hegel. El Estado es, más bien, un producto de la sociedad al llegar a una determinada fase de desarrollo; es la confesión de que esta sociedad se ha enredado con sigo misma en una contradicción insoluble, se ha dividido en antagonismos irreconciliables, que ella es impotente para conjurar. Y para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna, no se devoren a sí mismas y no devoren a la sociedad en una lucha estéril, para eso hízose necesario un Poder situado, aparentemente, por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a mantenerlo dentro de los límites del ‘orden’. Y este Poder, que brota de la sociedad, pero que se coloca por encima de ella y que se divorcia cada vez más de ella, es el Estado» (págs. 177 y 178 de la sexta edición alemana).
Aquí aparece expresada con toda claridad la idea fundamental del marxismo en
punto a la cuestión del papel histórico y de la significación del Estado. El Estado es el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase. El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables.
En torno a este punto importantísimo y cardinal comienza precisamente la
tergiversación del marxismo, tergiversación que sigue dos direcciones fundamentales. De una parte, los ideólogos burgueses y especialmente los pequeñoburgueses, obligados por la presión de hechos históricos indiscutibles a reconocer que el Estado sólo existe allí donde existen las contradicciones de clase y la lucha de clases, «corrigen» a Marx de manera que el Estado resulta ser el órgano de la conciliación de clases. Según Marx, el Estado no podría ni surgir ni mantenerse si fuese posible la conciliación de las clases. Para los profesores y publicistas mezquinos y filisteos — ¡que invocan a cada paso en actitud benévola a Marx! — resulta que el Estado es precisamente el que concilia las clases. Según Marx, el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del «orden» que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases. En opinión de los políticos pequeñoburgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra. Amortiguar los choques significa para ellos conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos de lucha para el derrocamiento de los opresores.
Por ejemplo, en la revolución de 1917, cuando la cuestión de la significación y del papel del Estado se planteó precisamente en toda su magnitud, en el terreno práctico, como una cuestión de acción inmediata, y además de acción de masas, todos los socialrevolucionarios y todos los mencheviques cayeron, de pronto y por entero, en la teoría pequeñoburguesa de la «conciliación» de las clases «por el Estado». Hay innumerables resoluciones y artículos de los políticos de estos dos partidos saturados de esta teoría mezquina y filistea de la «conciliación». Que el Estado es el órgano de dominación de una determinada clase, la cual no puede conciliarse con su antípoda (con la clase contrapuesta a ella), es algo que esta democracia pequeñoburguesa no podrá jamás comprender, La actitud ante el Estado es uno de los síntomas más patentes de que nuestros socialrevolucionarios y mencheviques no son en manera alguna socialistas (lo que nosotros, los bolcheviques, siempre hemos demostrado), sino demócratas pequeñoburgueses con una fraseología casi socialista.
De otra parte, la tergiversación «kautskiana» del marxismo es bastante más sutil.
«Teóricamente», no se niega ni que el Estado sea el órgano de dominación de clase, ni que las contradicciones de clase sean irreconciliables. Pero se pasa por alto u oculta lo siguiente: si el Estado es un producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase, si es una fuerza que está por encima de la sociedad y que «se divorcia cada vez más de la sociedad», es evidente que la liberación de la clase oprimida es imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del Poder estatal que ha sido creado por la clase dominante y en el que toma cuerpo aquel «divorcio». Como veremos más abajo, Marx llegó a esta conclusión, teóricamente clara por si misma, con la precisión más completa, a base del análisis histórico concreto de las tareas de la revolución. Y esta conclusión es precisamente –como expondremos con todo detalle en las páginas siguientes — la que Kautsky . . . ha «olvidado» y falseado.
«La segunda característica es la instauración de un Poder público, que ya no coincide directamente con la población organizada espontáneamente como fuerza armada. Este Poder público especial hácese necesario porque desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una organización armada espontánea de la población. . . Este Poder público existe en todo Estado; no está formado solamente por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia no conocía. . .» Engels desarrolla la noción de esa «fuerza» a que se da el nombre de Estado, fuerza que brota de la sociedad, pero que se sitúa por encima de ella y que se divorcia cada vez más de ella. ¿En qué consiste, fundamentalmente, esta fuerza? En destacamentos especiales de hombres armados, que tienen a su disposición cárceles y otros elementos.
Tenemos derecho a hablar de destacamentos especiales de hombres armados, pues el Poder público propio de todo Estado «no coincide directamente» con la población armada, con su «organización armada espontánea».
Como todos los grandes pensadores revolucionarios, Engels se esfuerza en dirigir la atención de los obreros conscientes precisamente hacia aquello que el filisteísmo dominante considera como lo menos digno de atención, como lo más habitual, santificado por prejuicios no ya sólidos, sino podríamos decir que petrificados. El ejército permanente y la policía son los instrumentos fundamentales de la fuerza del Poder del Estado. Pero ¿puede acaso ser de otro modo?
Desde el punto de vista de la inmensa mayoría de los europeos de fines del siglo XIX, a quienes se dirigía Engels y que no habían vivido ni visto de cerca ninguna gran revolución, esto no podía ser de otro modo. Para ellos, era completamente incomprensible esto de una «organización armada espontánea de la población». A la pregunta de por qué ha surgido la necesidad de destacamentos especiales de hombres armados (policía y ejército permanente) situados por encima de la sociedad y divorciados de ella, el filisteo del Occidente de Europa y el filisteo ruso se inclinaban a