La sociedad del bienestar
La actual recesión económica generalizada confirma el análisis y la previsiones, en base a la teoría marxista, que se han venido efectuando desde el final de la Segunda Guerra Mundial; las tendencias que a largo plazo hacen imposible que el neocapitalismo conserve la «estabilidad en el crecimiento»
Cuando la tasa de crecimiento aumenta como ocurrió desde principios de la década de los 50 hasta la mitad de los años 60 en Europa occidental, y después del boom que siguió a la llamada crisis del petróleo, las condiciones de casi pleno empleo permiten a los trabajadores conseguir un rápido aumento en sus salarios reales, lo que, unido al aumento acelerado de la composición orgánica del capital tiende a hacer bajar la tasa de ganancia. Ante esta situación el sistema se ve obligado a reaccionar, y tal reacción generalmente reviste dos formas o una combinación de ambas. Una es la racionalización o automatización, es decir se hace aumentar la competencia entre hombres y máquinas por medio de la reconstitución del ejército de reserva de desocupados a fin de hacer bajar los salarios. La otra reacción se realiza a través de restricciones, voluntarios o compulsivas, en los salarios: políticas de ingresos y legislación antisindical y contraria las huelgas; o, dicho de otra manera, se trata de evitar que el trabajo se aproveche de las condiciones relativamente favorables en el mercado del trabajo para aumentar su participación en el nuevo valor creado.
Las altas tasas de crecimiento del PNB que tienen lugar en las condiciones neocapitalistas de «precios administrados», de garantía estatal de las superganancias monopolistas, y de la economía armamentista permanente, -aún después de la caída de la URSS, por la innovación tecnológica acelerada-, significan inflación.
Todo intento de detener la inflación estrangula el auge económico y precipita una recesión. Las fluctuaciones en las inversiones y los desórdenes monetarios se conjugan para acrecentar la inestabilidad económica misma que es profundizada por la acelerada concentración de capital tanto nacional como internacional. Así, el sistema tiende paralelamente a producir un aumento marginal de la desocupación y a precipitar una recesión generalizada en todo el mundo occidental. Ambas tendencias hacen bajar la tasa de crecimiento; de igual modo opera la incapacidad del sistema para aumentar constantemente la tasa de crecimiento de los gastos de armamento y el continuo aumento de los gastos de administración del Estado, es decir, la imposibilidad de aumentar su participación dentro del producto nacional bruto sin amenazar a la reproducción ampliada, y, consecuentemente el propio crecimiento. La acumulación de una gran masa de capital excedente y la creciente capacidad productiva excesiva en la industria capitalista mundial actúan en el mismo sentido de abatir la tasa secular de crecimiento.
El cuadro que surge de todo esto no es el de un nuevo tipo de capitalismo que haya logrado reducir la sobreproducción, sino simplemente el hecho de que el capitalismo ha logrado posponerla gracia a una enorme deuda acumulada y una enorme inflación monetaria que conducen hacia la crisis y el colapso del sistema monetario internacional.
¿Son compatibles estas tendencias económicas básicas con una disminución duradera de las tensiones entre el capital y el trabajo? Son muy pocos los elementos que pueden hacer suponer esto. Es cierto que en las fases de rápido crecimiento crean las condiciones para un aumento de los salarios reales y la expansión del consumo de las masa, pero el auge económico tiene un doble efecto sobre la clase obrera.
Por una parte, la combinación de casi pleno empleo y desarrollo acelerado de las fuerzas productivas, especialmente bajo condiciones de rápido cambio tecnológico, también conducen a un aumento en las necesidades de la clase obrera. La parte del valor de la fuerza de trabajo que Marx llama históricamente determinada y que es atribuible al nivel de cultura dado, tiende a elevarse con mayor celeridad en tales condiciones, por lo general con bastante más rapidez que los salarios. Paradójicamente, en el momento en que se elevan los salarios, la brecha entre el valor y el precio de la fuerza de trabajo tiene a ensancharse; las necesidades socialmente determinadas de la clase obrera crecen más deprisa que su poder adquisitivo.
Aún más, los salarios reales crecientes se encuentran constantemente amenazados por la erosión. La amenaza del desempleo estructural que se genera, a través del cambio tecnológico y automatización, por políticas de restricción y congelamiento de salarios, por la recesión. Los trabajadores acostumbrados a salarios relativamente altos, tanto más decididamente reaccionan, y si la presión a la baja se intensifica son factores de partida potenciales de verdaderas explosiones sociales.
No es un accidente que la juventud obrera tenga mayor disposición para moverse y colocarse a la cabeza de esas revueltas. Las generaciones de trabajadores más viejas tienden a comparar con la miseria de épocas peores e incluso sentirse en la gloria. Pero los trabajadores jóvenes no hacen esta comparación, sino que toman por dado lo que el sistema ha establecido como nivel mínimo social de vida, sin sentirse satisfecho con lo que obtienen, reaccionan enérgicamente a cualquier deterioro en sus condiciones.
Pero aún es más importante que la inestabilidad e inseguridad básica de la condición proletaria, que el neocapitalismo no ha superado ni puede superar, es la tendencia inherente del neocapitalismo a llevar la lucha de clases a un punto más elevado. Mientras los trabajadores se hallaban hambrientos y sus necesidades más inmediatas no se satisfacían, los aumentos salariales estaban en el centro de las aspiraciones de la clase obrera. Mientras estaban amenazados con el desempleo masivo, las reducciones en la semana de trabajo eran vistas esencialmente como medios para reducir los peligros de la redundancia. Pero cuando el nivel de empleo es relativamente elevado y lo salarios crecen constantemente, su atención se va desplazando a aspectos más importantes de la explotación capitalista.
La lucha salarial, la contratación por ramas industriales y los intentos de los gobiernos neocapitalista por imponer política de ingresos, tienden a centrar más atención del trabajador en la división de ingresos nacional, en los grandes agregados de salarios, ganancias e impuestos, que en la división del valor creado a nivel de la fábrica. La inflación permanente, los constantes debates en torno a la política fiscal y la economía de los gobiernos, los repentinos disturbios del mercado del trabajo producto de la innovación tecnológica y la redistribución del conjunto industrial, atraen la atención del trabajador en la misma dirección.
El capitalismo clásico educa al trabador para luchar por salarios más altos y menor jornada de trabajo en la fábrica, el neocapitalismo lo educa para cuestionar la distribución del ingreso nacional y la orientación de la inversión al nivel superior de la economía en sus conjunto.
La creciente insatisfacción con la organización laboral en la planta estimula esta misma tendencia. Entre más elevado es el nivel de calificación y la educación de la clase obrera -y la tercera revolución industrial no deja lugar para una clase obrera sin educación y sin calificación-, más sufre el trabajador por la organización jerárquica y despótica de la fábrica. Mientras mayor es la contradicción ente la riqueza potencial que ls fuerzas productivas pueden crear ahora y el desperdicio inconmensurable y absurdo que la producción y el consumo capitalista implican, más fuere es la tendencia de los trabajadores a poner en discusión no sólo la forma en que está organizada la empresa capitalista, sino también lo que produce. (Mayo Francés, Fiat Italia, etc.)
La lógica de todas estas tendencias coloca al problema del control obrero en el centro de la lucha de clases. Los capitalistas, los políticos e ideólogos burgueses y los reformistas socialdemócratas entienden esto a su manera. (Recordar los proyectos de «reformas de empresas» par la «codirección», «codeterminación» y «participación» en la década de los 60 y la demagogia de De Gaulle en torno a la «participación», incluso la dictadura bonapartista de Franco en España proclamó también estar en favor de la participación de la clase obrera en la dirección de las empresas ¡hasta Wilson se subió al mismo carro! (1)***
Más, paralela a estos diferentes proyectos de mistificación y engaño, ha venido teniendo lugar en círculos de la clase obrera una creciente toma de conciencia sobre el hecho de que el problema del control obrero es la «cuestión social» clave en el neocapitalismo. Las cuestiones relativas a los salarios y la disminución de las horas de trabajo son importantes. Pero aún es más importante que la distribución del ingreso es decidir quién va a dirigir las máquinas y quien habrá de determinar las inversiones quién va a decidir lo que debe producirse y cómo debe producirse. Entre finales de la década de los 60 y principios de los 70 los sindicatos británicos y belgas comenzaron a agitar en este sentido; cuestiones que fueron debatidas en Italia al nivel de fábrica y en numerosos grupos de izquierda. En Alemania occidental, Suecia, Noruega y Dinamarca han sido objeto de discusión cada vez en mayor medida dentro de los círculos de izquierda de la clase obrera. Por último la «revolución» de mayo en Francia fue la clarinada para que esta ideas emanaran de 10 millones de obreros.
Existe una última objeción. ¿Acaso los monopolista y sus agentes no tiene poderes ilimitados para manipular la ideología y la conciencia de la clase obrera, y acaso no pueden lograr prevenir una revuelta, especialmente una revuelta triunfante, a pesar de las crecientes contradicciones económicas?
Los marxistas reconocen la posibilidad de manipulación por largo tiempo. ¡Marx escribió acerca de las necesidades y el consumo artificialmente inducidos a los trabajadores hace 150 años! Los marxistas han reiterado mucha veces que «la idolología dominante en cada sociedad es la ideología de la clase dominante» Ciertamente, y así ha sido reconocido, los trabajadores no se pueden liberar, por propio esfuerzo individual y aun a través de la lucha de clases elementales a un nivel puramente económico y sindicalista, de la influencia de la ideología burgués y pequeñoburguesa.
El movimiento obrero socialista clásico trató de alcanzar dicha emancipación ideológica a través de un proceso de contante organización, educación y acción. Pero aún en sus mejores tiempos no logró llegar más que a una fracción minoritaria de la clase obrera. Si se tiene en consideración los datos históricos en ese sentido, se puede apreciar y comprender fácilmente que incluso, en las mejores épocas, esta fracción minoritaria sólo tuvo un contacto superficial con el marxismo.
Es obvio que las cosas han empeorado desde que el movimiento obrero socialista comenzó a degenerar y dejó de inyectar de manera consistente contraveneno a las ideas burguesas. Los diques se vinieron abajo y la ideología burguesa y pequeñoburguesa, con ayuda de los medios de comunicación modernos, ha penetrado hasta la médula en amplias capas de los trabajadores, incluidos las organizadas en partidos de masas socialdemócratas y comunistas -ahora con otros nombres-
Pero es necesario tener cuidado y no perder el sentido de las proporciones. Después de todo, el movimiento de la clase obrera en el siglo XIX surgió bajo condiciones en la que la clase obrera se hallaba dominada en mayor medida que ahora por las ideas de la clase dominante. En último análisis, este problema se reduce a lo siguiente: ¡qué fuerza demostrará ser más poderosos para determinar la actitud de los trabajadores frente a la sociedad en que viven: las ideas mistificadoras que reciben, ayer por parte de la iglesia, hoy por parte de los medios de información, o la realidad social que confronta y asimila día tras día a través de su experiencia práctica? Para un materialista plantear la pregunta de esta manera es responderla, aunque será la misma lucha que dirá la última palabra.
Finalmente, lo que aparece como «manipulación» constante de la conciencia y los sueños de los trabajadores no es sino la estabilidad aparente de la sociedad burguesa: se vive en «los negocios como de costumbre»… Pero la revolución social no es un proceso continuo o gradual; y ciertamente no es «un negocio como de costumbre». Se trata precisamente de un rompimiento repentino de la continuidad social, un rompimiento con las costumbres, los hábito y el modo de vida tradicional. Después de todo, es bastante con que exista una llama que incendie el combustible de las masa una vez cada quince o años para que el sistema experimente un colapso. Esto ya ha sucedido en la Historia, el mayo francés, y el derrocamiento del franquismo demostró que puede ocurrir en Europa.
Cierto es que la caída de la URSS, del muro de Berlín y de los países de la Europa del Este han causado una crisis de autoridad a las fuerzas revolucionarias. Representan un retroceso parcial que no es, en absoluto, insuperable, sino la expresión dialéctica del movimiento de la materia de lo inferior a lo superior. El régimen de propiedad privada es sinónimo de civilización; de una civilización divida en clases e intereses irreconciliables, siempre en lucha y mantenida a sangre y fuego. Hoy su movimiento compulsa el norte de África y Oriente medio, de una civilización que como dijera Hegel y Marx lleva en sí misma el germen de su destrucción; el proletariado.
Trágicamente la Historia nos muestra de nuevo la vieja disyuntiva: «socialismo o barbarie» a modo de advertencia. El capitalismo está enfermo, está en agonía pero agonía no significa desaparición automática. La destrucción del capitalismo, como forma de civilización, no presupone el tránsito automático del género humano del reino de la necesidad al reino de la libertad; nos advierte que la destrucción puede cursar tras una larga agonía, nos advierte de las funestas consecuencias que se ciernen sobre la humanidad en caso de no conseguir la victoria.
***(1) Es este cambio de tendencia en la conciencia de las masas y la desaparición en escena de una vanguardia politizada es la que facilita la intrusión de los viejos trapos del anarquismo-libertario en el 15M. Efectivamente, paradójicamente son los cambios en la conciencia de las masas, señalado en los párrafos anteriores al punto uno, los que abren la puerta a la doctrina libertaria de la autogestión. Esta gente confunde las ideas y las cosas, habla de categorías en abstracto y no comprende que las categorías son abstracciones de las relaciones sociales y su validez es tan efímera como estas mismas relaciones. Usa términos pseudomarxistas con tono altisonante como la ¡alienación de lo político! (de lo público y lo privado) y no comprende que lo público es el resultado del movimiento de la propiedad privada; que cada estructura pública está al servicio de unas determinadas relaciones de producción. Lo mismo ocurre con la división del trabajo, es incapaz de entender que a unas determinadas relaciones de producción corresponde una determinada división del trabajo. Hablan con desparpajo de la organización y planificación de la empresa capitalista cuyo MAL es la división entre «los que deciden y los que ejecutan» y no comprenden que esta relación es también producto del desarrollo de las fuerzas productivas y modo de producción. Confunde las formas con la esencia de las cosas, el hombre convertido en apéndice de la máquina, en apéndice de la técnica, del sistema es para ellos el fondo del problema. Pierden la esencia, que son meras formas del trabajo asalariado, del hombre convertido en mercancía, que está obligado a vender al mejor postor su humana actividad y el producto de la misma.
Del mismo modo, el Estado aparece ante ellos como lo público frente a lo privado (el individuo). Si bien, el Estado usurpa las funciones del pueblo no se preguntan el por qué, ni el para qué. Una cosa es la independencia relativa del Estado frente a la sociedad civil y otra muy distinta es perder de vista que el Estado político no es más que la expresión oficial de las sociedad civil. Esto es lo que los anarquistas jamás llegarán a comprender, pues, ellos creen que han hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial.
Toda la pseudo-teoría anarquista, parte del viejo fatalismo para concluir en el absurdo: los que mandan -el sistema- nos «joden» porque lo permitimos; y ¿por qué se lo permitimos? porque queremos y/o nos dejamos manipular. ¡No se sabe con qué sortilegio llegaremos a la iluminación. Por ser anarquistas no puede ser a través de líderes ni a través del partido. En su defecto, nos proponen más que la auto organización, (pues esta presupone un programa, una estrategia y unos objetivos) el sindicalismo, y como plato fuerte una autogestión comisionada mediante una democracia horizontal asamblearia. ¡Pero cuidado! debemos ejercer el poder político que llamaremos social, sin tomar el poder! porque la autoridad en abstracto es la fuente de todo mal. Esto en sí mismo o mediante la lucha abolirá el Estado y sin está férula o bastión de poder todo el edificio del capitalismo se derrumbará por sí mismo hasta sus mismos cimientos. La autogestión de los «productores libres asociados» a través del trueque redimirá y liberará, de una vez para siempre, al espíritu humano de toda autoridad. El individuo soberano como el único soberano «Der Einzige und sein Eigentum» (El Único y su Propiedad )