El proletariado moderno


Resumida en una nuez, la condición proletaria es la falta de acceso a los medios de producción o a los medios de vida que, en una sociedad donde existe una producción generalizada de mercancías, obliga al proletario a vender su fuerza de trabajo. A cambio de su fuerza de trabajo, el proletario recibe un salario que le permite adquirir los medios de consumo necesarios para satisfacer sus necesidades y las necesidades de su familia.

 

Ésta es la definición estructural del asalariado, del proletario. De esta condición se derivan necesariamente ciertas relaciones del proletario con su trabajo, con los productos de su trabajo y con su situación general dentro de la sociedad, relaciones que pueden resumirse en la palabra «enajenación». Pero de esta definición estructural no se desprende ninguna conclusión necesaria relativa a su nivel de consumo, al precio que recibe por su fuerza de trabajo, a la intensidad de sus necesidades o a la medida en que pueda satisfacerlas. La única interrelación básica entre la estabilidad estructural de su situación social y las fluctuaciones coyunturales de ingreso y consumo es una muy simple:

 

El salario del proletario (sea éste elevado o bajo; se obtenga por el habitante de los miserables tugurios de Calcuta o el de los confortables suburbios de las megalópolis norteamericanas de los que tanta publicidad se hace) ¿le permite liberarse de la obligación económica y social de vender su fuerza de trabajo? ¿Le permite emprender negocios por cuenta propia?

 

Las estadísticas ocupacionales prueban que la posibilidad de que un asalariado pueda independizarse no es mayor ahora que hace un siglo… Y no sólo esto, sino que también confirman que la parte de la población económicamente activa que actualmente se ve forzada a vender su fuerza de trabajo en los EEUU o en la EU, por ejemplo, es mucho mayor de la que existía en Gran Bretaña cuando Karl Marx escribió El capital, para no hablar que de la que existía en los Estados Unidos en víspera de la Guerra Civil.

 

Obviamente sería simplificar demasiado limitar la descripción de la clase obrera dentro del neocapitalismo a la caracterización de esta estabilidad estructural de la condición proletaria. (En términos generales, los marxistas que continúan haciendo énfasis del papel básicamente revolucionario del proletariado en las sociedades imperialistas de occidente, se cuidan de no caer en ese error; son más bien sus críticos quienes caen en el error opuesto al concentrar su explicación exclusivamente en los cambios coyunturales de la situación de la clase obrera, olvidando aquellos elementos estructurales que no han variado)

 

No es lugar aquí para analizar detenidamente esta cuestión. Simplemente añadiré que como quiera que sea, el trabajo en el capitalismo tardío es un trabajo más que nunca enajenado, trabajo forzado y bajo la supervisión de una jerarquía que dicta al trabajador lo que debe producir y la manera en que debe producirlo. Y esa misma jerarquía es la que le impone lo que debe consumir y cuándo debe consumirlo, lo que debe pensar y cuándo debe pensarlo, lo que debe soñar y cuándo debe soñarlo, imprimiendo a la enajenación nuevas y aterradora dimensiones. Se intenta enajenar a trabajador incluso de su conciencia de esta enajenado, de ser un explotado.

 

Sin embargo, la insistencia por parte de los ideólogos burgués y reformadores de izquierda que no tiene escrúpulos de autodefinirse como marxistas, a negar la validez del concepto para instaurar sobre esta falacia un populismo trasnochado que roza el fascismo han hecho necesario un mayor desarrollo por mi parte.

 

Resulta de los más irritante ver a doctos señores come libros, nutridos del viejo positivismo y revisionismo marxista cuya profesión no es otra que reformar el mismo y presentarlo como algo nuevo. Reducir el marxismo al economismo es reduccionismo, reducir la teoría marxista a meras cuestiones semánticas, deslizándose con la excusa de profundizar, del materialismo histórico al idealismo abstruso o conceptuoso, es ofrecer una caricatura del marxismo propia del charlatán de feria

 

Estos ilustres doctores nos dicen que la búsqueda del la verdadera clase obrera carece de interés.

 

http://es.wikipedia.org/wiki/Ernesto_Laclau

 

Pues claro que la búsqueda de la verdadera clase obrera carece de interés, o para ser más exactos, es justo el interés que tienen estos señores de ocultar tras un velo de conceptualismo vacío de contenido el objetivo histórico que le es propio: su protagonismo en la revolución proletario. Son precisamente ellos los que buscan ese «ideal del proletario» sin ni siquiera definirlo* Sin embargo esta manera de proceder no es casual es consecuencia de su propia manera vergonzosa y ridícula de plantear el problema, en el que la revolución popular sustituye a la revolución proletaria.*

 

* https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/04_31.htm

 

A qué nos recuerda esta cháchara si no al propio discurso de PODEMOS vulgarizado cuando, entre el movimiento 15M, oíamos apelar a la democracia real, a la economía real, al pueblo de verdad, a la ciudadanía de verdad de la que, obviamente, quedan excluidos los ciudadanos ricos y «malos» (los Blesa, los Botín, la casta y su aparato represivo, los fascistas, etc.)

Algunos olvidan que el trabajo vivo continúa siendo la única fuente de plusvalía, la única fuente de ganancia, que es lo que hace redituable el sistema. Puede descubrirse fácilmente la flagrante contradicción

 

Aquí debemos enfrentarnos a una objeción que a menudo es esgrimida tanto por los llamados marxistas dogmáticos como por los revisionistas u opositores declarados de la teoría marxista. ¿Acaso no hemos hecho una definición demasiado general de la clase obrera en el neocapitalismo? ¿No deberíamos restringir el mismo grupo que designaba esta definición en el periodo clásico del moviendo obrero socialista, a saber: los trabajadores manuales incluidos realmente en la producción? ¿Acaso no es cierto que esta categoría tiende a decaer, primero relativamente y aún en términos absolutos, en la mayor parte de los países industriales avanzados del occidente? ¿Acaso la masa de personas sujetas a sueldos y salarios a la cual nos hemos referido de manera tan vaga y heterogenia es un grupo al que se le puede considerar una clase social en el sentido marxista del término? ¿De casualidad no está ligado el destino del potencial revolucionario de la clase obrera en los países metropolitanos de occidente a esta disminución del los trabajadores manuales dentro del total de la población ocupada?

 

El debate que puede surgir de las respuestas a estas preguntas degeneraría fácilmente en una disputa semántica si se olvidara la naturaleza cualitativa, estructural, del proletariado. Autores como Serge Mallet han señalado correctamente que la naturaleza misma del proceso productivo, en las condiciones de semiautomatización o automatización, tiende a incorporar a nuevos sectores completos al seno de la clase obrera. Nosotros no compartimos las conclusiones políticas de Mallet, que de ninguna manera se vieron confirmadas por la rebelión de mayo en Francia. Al frente de esa revuelta no sólo encontramos a la «nueva» clase obrera de los trabajadores y técnicos altamente calificado de las industrias semiatuomatizadas como los de la CSF (General Electric) en Brest. También estaban presentes los clásicos obreros de la línea de montaje de Renault y Sud-Aviation e incluso los obreros de algunas ramas industriales en decadencia como los trabajadores de los astilleros de Nantes y Saint-Nazaire. Las categorías de «vieja» y «nueva» clase obrera formuladas por Mallet no corresponden a la realidades del proceso.

 

Los marxistas son los primeros en validar que la distinción entre la producción del trabajador productivo «puro», la del trabajador de cuello blanco improductivo/administrativo «puro», la del trabajador reparador semiproductivo, etc., se ha hecho más borrosa como resultado de las innovaciones y cambios tecnológicos mismos, y de que el proceso productivo actual tiende a integrar cada vez más a los trabajadores manuales y no manuales, los «ensambladores» semicalificados y procesadores de datos semicalificados, las brigadas de reparación y mantenimiento altamente calificadas y los expertos electrónicos altamente calificados.

 

Estos críticos de marxismo ortodoxo olvidan que tanto en los laboratorios y departamentos de investigación, antes de que se inicie la producción real, como en los almacenes y departamentos de inventarios, cuando la producción «real» ya ha terminado, se crea trabajo productivo, si se acepta la definición del trabajo dada por Marx en El Capital. En todos estos casos el trabajo es indispensable para el consumo final, y no se trata de un trabajo desperdiciado que es inducido por la especial estructura social de la economía (como por ejemplo los costos de ventas)

 

Ahora podemos volver al punto anterior y señalar que así como la tercera revolución industrial, así como la automatización y la robótica, tienden a industrializar la agricultura, la distribución, los servicios industriales y la administración, así como tienden a universalizar la industria, asimismo tienden a integrar una parte creciente de los asalariados con quienes perciben sueldos en su proletariado cada vez más homogéneo.

 

Esta conclusión necesita una mayor clarificación ¿Cuáles son los indicadores de la profundización del carácter proletario de estas «nuevas» capas de trabajadores que progresivamente se van integrando a la clase obrera?

 

Podríamos citar sobre la marcha una serie de hechos notablemente importantes: la reducción en las diferencias de la redistribuciones entre trabajadores de cuello blanco y trabajadores manuales, que es una ya vieja tendencia universal en occidente; la creciente sindicalización y militancia sindical de estas capas «nuevas» que son igualmente universales (tanto en Bruselas como en Nueva York, los maestros, electricistas, trabajadores de teléfonos y telégrafos, han estado entre los sindicalistas más militantes de los últimos años; similitud creciente en el consumo, en el nivel y medio social de estas capas; creciente similitud de sus condiciones de trabajo, es decir, creciente similitud en la monotonía, la mecanización, la falta de creatividad, el enervamiento y en el embrutecimiento del trabajo en la fábrica, el banco, el autobús, en la administración pública, en los almacenes y en los aeroplanos.

 

Si examinamos la tendencia secular, no existe duda de que el proceso básico es el de una creciente homogeneidad y no el de una creciente heterogeneidad o ¿alteridad? del proletariado. Las diferencias en ingreso, consumo y nivel social, entre un trabajador no calificado, un empleado de banco y un maestro de escuela, actualmente son inconmensurablemente menores de lo que eran hace setenta, cien o ciento cincuenta años.

 

Pero existe otra sorprendente característica de este proceso de integración de nuevas capas en la clase obrera bajo esta fase de capitalismo decadente: la igualación de las condiciones de reproducción de la mano de obra. Especialmente de la mano de obra calificada y semicalificada. En los tiempos del capitalismo del siglo XIX había una educación elemental para los trabajadores manuales, una educación media baja para los trabajadores de cuello blanco, una educación media superior para los técnicos; la reproducción de la fuerza de trabajo agrícola a menudo no necesitaba de ninguna educación. Las universidades eran instituciones exclusivamente para la clase capitalista.

 

La misma transformación tecnológica de la cual el capitalismo decadente es simultanéenme resultado y fuerza motriz, ha modificado completamente los niveles de educación. Actualmente, con excepción de los trabajadores sin calificación alguna, (para quienes, en rigor, ya sólo quedan unos pocos trabajos en la industria y es posible que pronto ya no haya lugar en toda la economía), las condiciones para la reproducción de la calificación de los trabajadores industriales, los técnicos, los trabajadores de cuello blanco, los trabajadores de servicios y oficinistas, son totalmente idénticos son totalmente idénticas en la educación obligatoria y media superior generalizada. De hecho ya en varios países el movimiento de izquierda lucha por una enseñanza obligatoria hasta los 18 años en un mismo tipo de escuela, lucha que se ha venido realizando con un éxito creciente.

 

La uniformidad en las condiciones de reproducción de la mano de obra implica simultáneamente una creciente homogeneidad en los salarios y sueldos. (Valor y precio de la fuerza de trabajo) y una creciente homogeneidad del propio trabajo. En otras palabras, la tercera revolución industrial o, si se prefiere, revolución tecnológica está repitiendo, en escala global, lo que la primera revolución industrial logró dentro del sistema fabril: una creciente indiferencia hacia la calificación particular del trabajo, el surgimiento del trabajo humano generalizado, transferible de una fábrica a otra, como categoría social concreta (que corresponde históricamente al trabajo humano abstracto que la economía política clásica descubrió como la única fuente del valor de cambio).

 

Subrayemos de paso que sería difícil comprender la importancia y las dimensiones de la revuelta estudiantil mundial en los países imperialistas sin tener en consideración las tendencias que hemos esbozado: la creciente integración del trabajo intelectual al proceso productivo; la creciente estandarización, la uniformidad y la mecanización del trabajo intelectual; la creciente transformación de los egresados universitarios de profesionistas independientes y empresarios capitalistas en asalariados que aparecen en el mercado del trabajo especializado –en el mercado del trabajo intelectual calificado donde la oferta y la demanda hacen fluctuar a los salarios de la misma manera que fluctuaban en el mercado de trabajo manual antes de la sindicalización, pero que fluctúan en torno a un eje que es el costo de reproducción del trabajo intelectual calificado; ¿qué otro significado pueden tener estas tendencias si no el de la creciente proletarización del trabajo intelectual: su tendencia a convertirse en parte integrante de la clase obrera.

 

Naturalmente, los estudiantes todavía no son obreros. Pero sería tan erróneo definirlos por su origen social como definirlos por su futuro social. Se trata de una capa social en transición. Las universidades contemporáneas con enormes crisoles donde se funden jóvenes de diferentes clases sociales para convertirse en una nueva capa social homogénea al cabo de cierto tiempo. Después de este lapso, de esta capa social surge, por lado, parte de la futura clase capitalista y sus principales agentes entre las clases medias altas, y, por el otro, una creciente proporción de la futura clase obrero.

 

Pero debido a que la segunda categoría es numéricamente mucho más importante que la primera, y dado que, el medio estudiantil, precisamente por su separación transitoria de los vínculos básicos con una clase social específica y porque el acceso al conocimiento todavía no es excesivamente especializados, el estudiante puede obtener una conciencia mucho más aguda y mucho más rápido que el trabajador individual sobre los males básicos de la sociedad capitalista. Por esto es que la revuelta estudiantil puede convertirse en una auténtica revuelta de vanguardia ello conjunto de la clase obrera que desate un poderoso movimiento revolucionario, como ocurrió en Francia durante el mayo del 68, en la transición Española o recientemente en Chile.

 

Subrayemos la primera conclusión a que hemos llegado: el capitalismo decadente a la larga ha fortalecido a la clase obrera tanto como lo hizo el capitalismo de laissez-faire o el capitalismo monopolista en su primera etapa. (Somos el 99 % es la expresión abstracta, si bien populista, de esta nueva realidad) Históricamente el capitalismo decadente hace crecer a la clase obrera numéricamente y acrecienta su papel vital en la economía. Por lo tanto la fase actual del capitalismo fortalece el poder latente de la clase obrera y pone de manifiesto su capacidad potencial para derrocar el capitalismo y para reconstruir la sociedad sobre la base de su propio ideal socialista.

 

Inmediatamente se plantean nuevas preguntas. De ser esto así ¿acaso la mayor estabilidad del sistema del capitalismo decadente, la difundida utilización que hace de técnicas neo keynesianas y macroeconómicas, su capacidad para evitar las depresiones catastróficas de las del tipo de 1929-33, su habilidad para conformar la conciencia de los trabajadores a través del uso y manipulación de los medios masivos de comunicación, no contienen estas potencialidades revolucionarias? Estas preguntas pueden reducirse a dos argumentos básicos que vamos a abordar sucesivamente. Uno se refiere a la capacidad del sistema para limitar las fluctuaciones y contradicciones económicas a fin de asegurar suficientes reformas que garanticen una atenuación gradual de las tensiones entre el capital y el trabajo. Otro se refiere a la capacidad del sistema para integrar e incorporar al proletariado industrial como consumidor y como conjunto de miembros ideológicamente condicionados de la sociedad, parafraseando El Capital monopolista de Baran y Sweezy.

 

En el plano económico podemos esbozar brevemente tendencias que a largo plazo hacen imposible que el capitalismo de los monopolios conserve la «estabilidad del crecimiento» ¡Hoy después de 40 años esto es incontrovertible!

 

Cuando la tasa de crecimiento aumenta como ocurrió desde principios de la década de los 50 hasta la mitad de los años 60 en Europa occidental, y después del boom que siguió a la llamada crisis del petróleo, las condiciones de casi pleno empleo permiten a los trabajadores conseguir un rápido aumento en sus salarios reales, lo que, unido al aumento acelerado de la composición orgánica del capital tiende a hacer bajar la tasa de ganancia. Ante esta situación el sistema se ve obligado a reaccionar, y tal reacción generalmente reviste dos formas o una combinación de ambas. Una es la racionalización o automatización, es decir se hace aumentar la competencia entre hombres y máquinas por medio de la reconstitución del ejército de reserva de desocupados a fin de hacer bajar los salarios. La otra reacción se realiza a través de restricciones, voluntarios o compulsivas, en los salarios: políticas de ingresos y legislación antisindical y contraria las huelgas; o, dicho de otra manera, se trata de evitar que el trabajo se aproveche de las condiciones relativamente favorables en el mercado del trabajo para aumentar su participación en el nuevo valor creado.

 

Las cada día más altas tasas de crecimiento del PNB que tienen lugar en las condiciones neocapitalistas de «precios administrados», de garantía estatal de las superganancias monopolistas, y de la economía armamentista permanente, -aún después de la caída de la URSS, por la innovación tecnológica acelerada-, significan inflación.

 

Todo intento de detener la inflación estrangula el auge económico y precipita una recesión. Las fluctuaciones en las inversiones y los desórdenes monetarios se conjugan para acrecentar la inestabilidad económica misma que es profundizada por la acelerada concentración de capital tanto nacional como internacional. Así, el sistema tiende paralelamente a producir un aumento marginal de la desocupación y a precipitar una recesión generalizada en todo el mundo occidental. Ambas tendencias hacen bajar la tasa de crecimiento; de igual modo opera la incapacidad del sistema para aumentar constantemente la tasa de crecimiento de los gastos de armamento y el continuo aumento de los gastos de administración del Estado, es decir, la imposibilidad de aumentar su participación dentro del producto nacional bruto sin amenazar a la reproducción ampliada, y, consecuentemente el propio crecimiento. La acumulación de una gran masa de capital excedente y la creciente capacidad productiva excesiva en la industria capitalista mundial actúan en el mismo sentido de abatir la tasa secular de crecimiento.

 

El cuadro que surge de todo esto no es el de un nuevo tipo de capitalismo que haya logrado reducir la sobreproducción, sino simplemente el hecho de que el capitalismo ha logrado posponerla gracia a una enorme deuda acumulada y una enorme inflación monetaria que conducen hacia la crisis y el colapso del sistema monetario internacional.

 

¿Son compatibles estas tendencias económicas básicas con una disminución duradera de las tensiones entre el capital y el trabajo? Son muy pocos los elementos que pueden hacer suponer esto. Es cierto que en las fases de rápido crecimiento económico –y el crecimiento de mediados de los años 50′ hasta finales de los 60′ fue el más rápido que en cualquier periodo anterior del capitalismo, teniendo una nueva fase más modesta pero de crecimiento sostenido con la consolidación de la Unión Europea y con la vuela al redil del capitalismo de los países con economía planificada– crean las condiciones para un aumento de los salarios reales y la expansión del consumo de las masas. Pero, hoy lo intentos que se hicieron para fundamentar predicciones pesimistas acerca del potencial revolucionario de la clase obrera en esta tendencia al aumento de los salarios reales que no tomaban en cuenta el doble efecto que el auge económico tiene sobre la clase obrera en el capitalismo es manifiesto.

 

Por una parte, la combinación de casi pleno empleo y desarrollo acelerado de las fuerzas productivas, especialmente bajo condiciones de rápido cambio tecnológico, también conducen a un aumento en las necesidades de la clase obrera. La parte del valor de la fuerza de trabajo que Marx llama históricamente determinada y que es atribuible al nivel de cultura dado, tiende a elevarse con mayor celeridad en tales condiciones, por lo general con bastante más rapidez que los salarios. Paradójicamente, en el momento en que se elevan los salarios, la brecha entre el valor y el precio de la fuerza de trabajo tiene a ensancharse; las necesidades socialmente determinadas de la clase obrera crecen más deprisa que su poder adquisitivo.

 

Aún más, los salarios reales crecientes se encuentran constantemente amenazados por la erosión. La amenaza del desempleo estructural que se genera, a través del cambio tecnológico y automatización, por políticas de restricción y congelamiento de salarios, por la recesión. Los trabajadores acostumbrados a salarios relativamente altos, tanto más decididamente reaccionan, y si la presión a la baja se intensifica son factores de partida potenciales de verdaderas explosiones sociales.

 

No es un accidente que la juventud obrera tenga mayor disposición para moverse y colocarse a la cabeza de esas revueltas. Las generaciones de trabajadores más viejas tienden a comparar con la miseria de épocas peores e incluso sentirse en la gloria. Pero los trabajadores jóvenes no hacen esta comparación, sino que toman por dado lo que el sistema ha establecido como nivel mínimo social de vida, sin sentirse satisfecho con lo que obtienen, reaccionan enérgicamente a cualquier deterioro en sus condiciones.

 

Pero aún es más importante que la inestabilidad e inseguridad básica de la condición proletaria, que el neocapitalismo no ha superado ni puede superar, es la tendencia inherente del neocapitalismo a llevar la lucha de clases a un punto más elevado. Mientras los trabajadores se hallaban hambrientos y sus necesidades más inmediatas no se satisfacían, los aumentos salariales estaban en el centro de las aspiraciones de la clase obrera. Mientras estaban amenazados con el desempleo masivo, las reducciones en la semana de trabajo eran vistas esencialmente como medios para reducir los peligros de la redundancia. Pero cuando el nivel de empleo es relativamente elevado y los salarios crecen constantemente, su atención se va desplazando a aspectos más importantes de la explotación capitalista.

 

La lucha salarial, la contratación por ramas industriales y los intentos de los gobiernos neocapitalista por imponer política de ingresos, tienden a centrar más atención del trabajador en la división de ingresos nacional, en los grandes agregados de salarios, ganancias e impuestos, que en la división del valor creado a nivel de la fábrica. La inflación permanente, los constantes debates en torno a la política fiscal y la economía de los gobiernos, los repentinos disturbios del mercado del trabajo producto de la innovación tecnológica y la redistribución del conjunto industrial, atraen la atención del trabajador en la misma dirección.

 

El capitalismo clásico educa al trabador para luchar por salarios más altos y menor jornada de trabajo en la fábrica, el neocapitalismo lo educa para cuestionar la distribución del ingreso nacional y la orientación de la inversión al nivel superior de la economía en su conjunto.

 

La creciente insatisfacción con la organización laboral en la planta estimula esta misma tendencia. Entre más elevado es el nivel de calificación y la educación de la clase obrera —y la tercera revolución industrial no deja lugar para una clase obrera sin educación y sin calificación—, más sufre el trabajador por la organización jerárquica y despótica de la fábrica. Mientras mayor es la contradicción ente la riqueza potencial que las fuerzas productivas pueden crear ahora y el desperdicio inconmensurable y absurdo que la producción y el consumo capitalista implican, más fuere es la tendencia de los trabajadores a poner en discusión no sólo la forma en que está organizada la empresa capitalista, sino también lo que produce. (Mayo Francés, Fiat Italia, etc.)

 

La lógica de todas estas tendencias coloca al problema del control obrero en el centro de la lucha de clases. Los capitalistas, los políticos e ideólogos burgueses y los reformistas socialdemócratas entienden esto a su manera. (Recordar los proyectos de «reformas de empresas» par la «codirección», «codeterminación» y «participación» en la década de los 60 y la demagogia de De Gaulle en torno a la «participación», incluso la dictadura bonapartista de Franco en España proclamó también estar en favor de la participación de la clase obrera en la dirección de las empresas ¡hasta Wilson se subió al mismo carro! (1)***

 

Más, paralela a estos diferentes proyectos de mistificación y engaño, ha venido teniendo lugar en círculos de la clase obrera una creciente toma de conciencia sobre el hecho de que el problema del control obrero es la «cuestión social» clave en el neocapitalismo. Las cuestiones relativas a los salarios y la disminución de las horas de trabajo son importantes. Pero aún es más importante que la distribución del ingreso es decidir quién va a dirigir las máquinas y quien habrá de determinar las inversiones quién va a decidir lo que debe producirse y cómo debe producirse. Entre finales de la década de los 60 y principios de los 70 los sindicatos británicos y belgas comenzaron a agitar en este sentido; cuestiones que fueron debatidas en Italia al nivel de fábrica y en numerosos grupos de izquierda. En Alemania occidental, Suecia, Noruega y Dinamarca han sido objeto de discusión cada vez en mayor medida dentro de los círculos de izquierda de la clase obrera. Por último la «revolución» de mayo en Francia fue la clarinada para que estas ideas emanaran de 10 millones de obreros.

 

Existe una última objeción. ¿Acaso los monopolista y sus agentes no tiene poderes ilimitados para manipular la ideología y la conciencia de la clase obrera, y acaso no pueden lograr prevenir una revuelta, especialmente una revuelta triunfante, a pesar de las crecientes contradicciones económicas?

 

Los marxistas reconocen la posibilidad de manipulación por largo tiempo. ¡Marx escribió acerca de las necesidades y el consumo artificialmente inducidos a los trabajadores hace 150 años! Los marxistas han reiterado mucha veces que «la idolología dominante en cada sociedad es la ideología de la clase dominante» Ciertamente, y así ha sido reconocido, los trabajadores no se pueden liberar, por propio esfuerzo individual y aun a través de la lucha de clases elementales a un nivel puramente económico y sindicalista, de la influencia de la ideología burgués y pequeñoburguesa.

 

El movimiento obrero socialista clásico trató de alcanzar dicha emancipación ideológica a través de un proceso de contante organización, educación y acción. Pero aún en sus mejores tiempos no logró llegar más que a una fracción minoritaria de la clase obrera. Si se tiene en consideración los datos históricos en ese sentido, se puede apreciar y comprender fácilmente que incluso, en las mejores épocas, esta fracción minoritaria sólo tuvo un contacto superficial con el marxismo.

 

Es obvio que las cosas han empeorado desde que el movimiento obrero socialista comenzó a degenerar y dejó de inyectar de manera consistente contraveneno a las ideas burguesas. Los diques se vinieron abajo y la ideología burguesa y pequeñoburguesa, con ayuda de los medios de comunicación modernos, ha penetrado hasta la médula en amplias capas de los trabajadores, incluidos las organizadas en partidos de masas socialdemócratas y comunistas —ahora con otros nombres—

 

Pero es necesario tener cuidado y no perder el sentido de las proporciones. Después de todo, el movimiento de la clase obrera en el siglo XIX surgió bajo condiciones en la que la clase obrera se hallaba dominada en mayor medida que ahora por las ideas de la clase dominante. En último análisis, este problema se reduce a lo siguiente: ¡qué fuerza demostrará ser más poderosos para determinar la actitud de los trabajadores frente a la sociedad en que viven: las ideas mistificadoras que reciben, ayer por parte de la iglesia, hoy por parte de los medios de información, o la realidad social que confronta y asimila día tras día a través de su experiencia práctica? Para un materialista plantear la pregunta de esta manera es responderla, aunque será la misma lucha que dirá la última palabra.

Finalmente, lo que aparece como «manipulación» constante de la conciencia y los sueños de los trabajadores no es sino la estabilidad aparente de la sociedad burguesa: se vive en «los negocios como de costumbre»… Pero la revolución social no es un proceso continuo o gradual; y ciertamente no es «un negocio como de costumbre». Se trata precisamente de un rompimiento repentino de la continuidad social, un rompimiento con las costumbres, los hábitos y el modo de vida tradicional. Después de todo, es bastante con que exista una llama que incendie el combustible de las masa una vez cada quince o años para que el sistema experimente un colapso. Esto ya ha sucedido en la Historia, el mayo francés, y el derrocamiento del franquismo demostró que puede ocurrir en Europa.

 

Cierto es que la caída de la URSS, del muro de Berlín y de los países de la Europa del Este han causado una crisis de autoridad a las fuerzas revolucionarias. Representan un retroceso parcial que no es, en absoluto, insuperable, sino la expresión dialéctica del movimiento de la materia de lo inferior a lo superior. El régimen de propiedad privada es sinónimo de civilización; de una civilización divida en clases e intereses irreconciliables, siempre en lucha y mantenida a sangre y fuego. Hoy su movimiento compulsa el norte de África y Oriente medio, de una civilización que como dijera Hegel y Marx lleva en sí misma el germen de su destrucción; el proletariado.

 

Trágicamente la Historia nos muestra de nuevo la vieja disyuntiva: «socialismo o barbarie» a modo de advertencia. El capitalismo está enfermo, está en agonía pero agonía no significa desaparición automática. La destrucción del capitalismo, como forma de civilización, no presupone el tránsito automático del género humano del reino de la necesidad al reino de la libertad; nos advierte que la destrucción puede cursar tras una larga agonía, nos advierte de las funestas consecuencias que se ciernen sobre la humanidad en caso de no conseguir la victoria.

 

***(1) Es este cambio de tendencia en la conciencia de las masas y la desaparición en escena de una vanguardia politizada es la que facilita la intrusión de los viejos trapos del anarquismo-libertario en el 15M. Efectivamente, paradójicamente son los cambios en la conciencia de las masas, señalado en los párrafos anteriores al punto uno, los que abren la puerta a la doctrina libertaria de la autogestión. Esta gente confunde las ideas y las cosas, habla de categorías en abstracto y no comprende que las categorías son abstracciones de las relaciones sociales y su validez es tan efímera como estas mismas relaciones. Usa términos pseudomarxistas con tono altisonante como la ¡alienación de lo político! (de lo público y lo privado) y no comprende que lo público es el resultado del movimiento de la propiedad privada; que cada estructura pública está al servicio de unas determinadas relaciones de producción. Lo mismo ocurre con la división del trabajo, es incapaz de entender que a unas determinadas relaciones de producción corresponde una determinada división del trabajo. Hablan con desparpajo de la organización y planificación de la empresa capitalista cuyo MAL es la división entre «los que deciden y los que ejecutan» y no comprenden que esta relación es también producto del desarrollo de las fuerzas productivas y modo de producción. Confunde las formas con la esencia de las cosas, el hombre convertido en apéndice de la máquina, en apéndice de la técnica, del sistema es para ellos el fondo del problema. Pierden la esencia, que son meras formas del trabajo asalariado, del hombre convertido en mercancía, que está obligado a vender al mejor postor su humana actividad y el producto de la misma.

 

Del mismo modo, el Estado aparece ante ellos como lo público frente a lo privado (el individuo). Si bien, el Estado usurpa las funciones del pueblo no se preguntan el por qué, ni el para qué. Una cosa es la independencia relativa del Estado frente a la sociedad civil y otra muy distinta es perder de vista que el Estado político no es más que la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que los anarquistas jamás llegarán a comprender, pues, ellos creen que han hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial.

 

Toda la pseudo-teoría anarquista, parte del viejo fatalismo para concluir en el absurdo: los que mandan -el sistema- nos «joden» porque lo permitimos; y ¿por qué se lo permitimos? porque queremos y/o nos dejamos manipular. ¡No se sabe con qué sortilegio llegaremos a la iluminación. Por ser anarquistas no puede ser a través de líderes ni a través del partido. En su defecto, nos proponen más que la auto organización, (pues esta presupone un programa, una estrategia y unos objetivos) el sindicalismo, y como plato fuerte una autogestión comisionada mediante una democracia horizontal asamblearia. ¡Pero cuidado! debemos ejercer el poder político que llamaremos social, sin tomar el poder porque la autoridad en abstracto es la fuente de todo mal. Esto en sí mismo o mediante la lucha abolirá el Estado y sin está férula o bastión de poder todo el edificio del capitalismo se derrumbará por sí mismo hasta sus mismos cimientos. La autogestión de los «productores libres asociados» a través del trueque redimirá y liberará, de una vez para siempre, al espíritu humano de toda autoridad. El individuo soberano como el único soberano «Der Einzige und sein Eigentum» (El Único y su Propiedad )

 

 

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